Putin cumple este martes 25 años de poder absoluto en Rusia

El presidente ruso, Vladímir Putin, cumple mañana 25 años de poder absoluto, un cuarto de siglo en el que ha eliminado a todos sus enemigos, declarado varias guerras, anexionado territorios y construido una monolítica vertical de poder que muestra ya signos de anacronismo.
«Nos hemos alejado del borde del precipicio», aseguró Putin en alusión a la situación en la que se encontraba Rusia cuando Boris Yeltsin le cedió el poder un 31 de diciembre de 1999.
Reelegido en marzo pasado por otro mandato de seis años, ya ha encontrado su lugar en la historia. Putin quiere pasar a los anales como el mandatario que devolvió el orgullo imperial a los rusos, humillados tras la caída de la Unión Soviética en 1991.
Un imperio no puede ser una democracia, pero la paciencia de los rusos, aunque bíblica, tiene un límite. El coste de la victoria en Ucrania será la vara de medir la fina línea que separa el éxito del fracaso para el jefe del Kremlin.
Absolutismo, religión y nacionalismo
Como si de un zar se tratara, Putin ha ejercido en estos 25 años el absolutismo más despiadado en política; mostrado una fe ciega en la Iglesia Ortodoxa -Rusia es la nueva reserva moral ante el liberalismo estéril- y promovido la ideología nacionalista mesiánica del mundo ruso.
Si en sus primeros años se dejaba aconsejar, a partir de 2012 -justo después de la muerte del libio Muamar el Gadafi- instauró un régimen personalista en el que él tiene siempre la última palabra.
Las decisiones colegiadas, que caracterizaban al Comité Central y al Politburó en tiempos soviéticos, han sido sustituidas por un Consejo de Seguridad en el que no cabe el disenso. El partido del Kremlin y el Parlamento son meros comparsas.
Con la reforma constitucional, que le permite perpetuarse en el poder hasta 2036, cruzó un Rubicón en el que ya no hay marcha atrás. Putin se apoya en la Iglesia para convencer al pueblo de que tiene un mandato cuasi divino, como los zares.
Esta situación se acentuó durante la pandemia del coronavirus. Encerrado con los mapas de la Rusia imperial en su búnker, únicamente unos pocos asesores podían recibir audiencia. El resultado fue la primera invasión de un país europeo desde la II Guerra Mundial.
Putin declara la guerra a Occidente y a su pueblo
La apresurada retirada estadounidense de Afganistán demostró a ojos de Putin que Occidente había alcanzado su punto más bajo. El regreso de los talibanes al poder le convenció de que ni Estados Unidos ni los europeos intervendrían militarmente en Ucrania. Se equivocó.
Putin se creyó los erróneos informes de sus servicios de inteligencia de que Ucrania caería en tres días, ya que el presidente, Volodímir Zelenski, huiría tras el primer disparo.
Cuando la canciller Angela Merkel hablaba de que su colega ruso había perdido el sentido de la realidad, se refería exactamente a eso. Sus reuniones con los mandatarios extranjeros parecen más lecciones de historia, por supuesto, una historia reescrita por el Kremlin.
A Putin le gusta decir que el frente no sólo pasa por Ucrania, sino también por la cultura, la educación, la economía y la tecnología rusas. Y es que, con la ayuda de sus colegas del antiguo KGB, también ha declarado la guerra a su pueblo.
Es decir, a los opositores como Navalni; a los escritores como Akunin; a los artistas, periodistas, activistas y científicos no suficientemente patrióticos; y a todos los jóvenes que no quieren combatir en el país vecino.
Es una nueva revolución cultural en la que la nueva élite, los auténticos héroes, no son los proletarios, sino los veteranos de la guerra de Ucrania, aquellos que creen a pies juntillas que Rusia es una nación elegida y tiene un destino manifiesto como EE. UU.